lunes, 24 de diciembre de 2018

Amarga navidad



SÍ SEÑOR AGENTE soy culpable de todos los cargos. Lo ocurrido fue en navidad. Tal vez la peor navidad de mi vida. Antes de este percance había experimentado la verdadera felicidad. Por eso desde junio compré pólvora que almacené en una bodega que mandé a construir. Es decir, hay un porcentaje de mi sueldo que dispongo para la fiesta que hago en la cuadra con los vecinos y compañeros de trabajo. Por tal motivo cuando llega la noche buena me entusiasmo a tal punto que entro en un frenesí de cuerpo entero, sobre todo cuando me dicen que soy el espíritu navideño de Guayabal, en la zona Cristo Rey de Medellín. 

Sé que es difícil de asimilar, pero la felicidad en navidad es real y consiste en hacer lo que a uno lo hace sentir bien. La felicidad es quemar papeletas. La felicidad es poner música en el equipo de sonido a alto volumen hasta la madrugada. La felicidad es acumular botellas de licor en la mesa y fotografiarnos con ellas. La felicidad es salir a la calle con un litro de aguardiente y varias copas para ofrecerle a los transeúntes. La felicidad es que en el barrio al verme digan: “¡Este tipo siempre tiene música, licor y pólvora y sabe de fiestas navideñas!”. 

Sería distinto si no hubieran aparecido mis hermanos a quienes no veía hace más de quince años. Al verlos revivía los días más complicados de mi existencia. Estuve frente a ellos paralizado y medio escuché que el rumor de mis fiestas les había despertado curiosidad. Quise ignorarlos y al verlos no tuve el valor de negarles mi hospitalidad. Igual, algo en la sangre se activó. Por lo tanto, en mi afán de que me vieran superior a ellos quise que fueran testigos de la fiesta más despampanante nunca antes vista. Por esto, sin previo aviso, cancelé la reunión barrial de navidad y decidí hacerla privada, solo con mis hermanos. Quería que se sintieran orgullosos del hermano menor. Por tal motivo destapé una botella de aguardiente y me tomé un trago doble. 

Durante horas, al recordar el pasado, tuve daño de estómago y estaba ansioso e irascible. Además, discutí con mi compañera, cosa que no sucede a menudo. Ella resolvió irse para donde su madre porque no aceptaba que la fiesta fuera privada, cuando ya había mucha gente esperando compartir con nosotros. Me disgustó su egoísmo. Otro trago. 

Mis hermanos estaban en el patio. Les dejé una botella de aguardiente con casquitos de naranja como pasante. Ellos empezaron a beber y me sentí desdichado al recordar que eran alcohólicos desde la muerte de mamá. Cuando eso, tendría yo, el menor de los cuatro hijos, unos seis años. El primero que se dedicó a la bebida fue mi padre y paulatinamente mis hermanos. No pude evitar tomarme otro aguardiente. 

Por muchos años recolectamos café y mi padre se bebía toda la producción. Mis hermanos siguieron sus pasos. En mi niñez intenté buscarlos, pedirles afecto porque me sentía muy solo y no soportaba esa sensación de abandono en la boca del estómago. Pero lo único que decían, después de burlarse, era que fuera al gallinero a ver si el gallo había puesto huevos, luego me daban un coscorrón en la cabeza. Otro aguardiente. Ese tiempo lo recuerdo con nostalgia porque me sentí como un cero a la izquierda. Tal vez por no ser tomado en cuenta es que me fui de la casa apenas cumplí los dieciséis años. 

Llegué a la cuidad y conseguí trabajo en un supermercado en la Central Mayorista. Debido a mi desempeño fui ascendiendo hasta convertirme en el supervisor. Con el tiempo me enteré de que era un hombre útil y respetado y se me ocurrió organizar una fiesta de navidad. Fue cuando en el barrio las personas empezaron a saludarme e invitarme a sus casas. Al ser aceptado no me sentí tal mal conmigo mismo. Además, en una de esas reuniones conocí a mi compañera. Desde entonces, con ella, organizo una de las mejores fiestas navideñas. 

Mis hermanos seguían trabajando la finca que era de mi padre. Les pregunté por sus vidas y ellos me respondieron lo preciso, aun después de tener ya varios tragos en la cabeza. Otro aguardiente. Empecé a sentirme igual a cuando era chico. Ellos hablaban sin inmiscuirme en sus asuntos. En silencio me senté cerca de Antonio, el mayor. Él me dio una palmada en el hombro y me dijo que fuera al gallinero y mirara si el gallo había puesto huevos. Todos se rieron a carcajadas. Me alejé de Antonio y me tomé otro aguardiente. Javier se paró de su silla y para no caerse se agarró de un pilar, luego, como si yo fuera su sirviente me ordenó que buscara más licor. Bebí otro trago para decirle que estaba en mi casa y que exigía respeto, pero él sacó la correa del pantalón y me propinó un golpe en la espalda. Todos se rieron. Con los ojos aguados me dirigí a la cocina. No sé cuántos aguardientes me tomé para calmarme. Después de putearlos e imaginarme como les hacía sentir la misma mierda que ellos me hicieron sentir, supe lo que tenía que hacer. Respiré profundo para ejecutar mi plan. Así qué volví como si nada hubiera pasado. Ellos se extrañaron de verme tan tranquilo. Antes de que me hicieran otra broma les supliqué que me acompañaran. Javier, el más borracho, cantaba a los gritos. Me tomé otro aguardiente antes de mostrarles el lugar donde estaba todo el licor. No sé cómo aguanté sus chanzas hasta la entrada de la bodega. Saqué fuerzas de donde no tenía y les dije que pasaran. Cuando ingresó Javier, el último de mis hermanos, cerré la puerta con llave. Volví al patio y le subí volumen al equipo de sonido. Serví un aguardiente. Luego, me dirigí hasta la bodega, justo en la ventanilla por la que entraba un poco de luz. La abrí y eché varios fósforos encendidos.